Aníbal González
Álvarez Ossorio, nació en Sevilla el 10
de junio de 1876, esta considerado como
uno de los principales artífices de la
Arquitectura Regionalista. Fue
vicepresidente del Ateneo de Sevilla y
arquitecto jefe de las obras de
preparación de la Exposición
Iberoamericana de 1929, aunque no llegó
a cumplir su mandato y dimitió en 1926.
Entre sus edificios destacan el Pabellón
de la Asociación Sevilla de Caridad,
esquina a la calle Arjona, la fachada de
la Capilla de los Luises, la capilla del
Carmen y la casa de Luca de Tena en el
Paseo de la Palmera. Sin embargo todo
son obras menores en comparación con los
edificios que componen la Plaza de
América: el Pabellón Mudéjar (1914), el
Pabellón Real (1916) y el Museo
Arqueológico (1919) o la Capilla de
Ntra. Sra del Carmen (1928) del Puente
de Triana. Su obra magna fue la Plaza de
España (1929). Cuenta la leyenda que las
construcciones para la Exposición del 29
le llevaron a la extenuación física y
con ellos a su fallecimiento.
Aníbal González:
75 aniversario de la muerte del
arquitecto de sevilla. El Gaudí
sevillano. Carlos Mármol. Diario de
Sevilla 31.05.04
El sueño íntimo de
cualquier arquitecto no es construir un
edificio. Es concebir toda una ciudad.
Muy pocos pueden alcanzar esta utopía.
Quizás en los planos sea posible. Sobre
el papel. Pero apenas un reducidísimo
grupo de profesionales ha sido capaz de
condicionar con su trabajo el devenir de
ese extraño y polisémico artefacto que
resulta ser una urbe. El milagro de
recibir una ciudad hecha a lo largo de
la historia -la herencia de generaciones
anteriores-, reinventarla y lograr que
los habitantes posteriores a su época,
los hijos, nietos y bisnietos de los
hacedores iniciales de la urbe primera,
avalen su lectura. Incluso hasta el
extremo de considerarla la esencia misma
del escenario en el que desarrollan sus
vidas.
Gaudí es el ejemplo
más recurrente de esta suerte de
arquitecto. Barcelona no sería la misma
sin él aunque la Capital Condal
existiera como rotunda entidad
geográfica con bastante anterioridad a
sus sueños de piedra, geometría y arena.
Otros ejemplos: la Viena de Adolf Loos o
de Otto Wagner. Incluso el Amsterdam de
Petrus Berlage. A Aníbal González
Álvarez-Ossorio (Sevilla, 1876-1929) le
ocurre lo mismo. Es, según muchos, el
arquitecto cierto de Sevilla. No el
único, claro, pero sí quien quizás
consiguió configurar durante los
primeros años del pasado siglo un icono
de la capital hispalense que ha quedado
fijado en el imaginario de los
sevillanos como el más acorde con los
cánones clásicos. La ciudad de siempre.
Sencillamente la ciudad, que diría
Manuel Chaves Nogales.
Frente al modelo
relativamente reciente del arquitecto
que levanta espacios de la nada, cuya
función se asemeja casi a la de una
especie de dios menor -Le Corbusier y
sus ciudades de la India son un ejemplo
de este extremo-, Aníbal González, el
arquitecto favorito de la burguesía
sevillana, de cuya muerte se cumplen hoy
75 años, recibió una urbe secular -la
Sevilla que salía del siglo XIX- y nos
devolvió otra muy distinta cuando murió.
Acaso mejor. En todo caso, distinta.
Su muerte, ocurrida
en mayo del 29, apenas unos pocos días
después de inaugurada la Exposición
Iberoamericana a la que consagró buena
parte de su talento, revela que a su
figura también le ocurrió lo que a otros
grandes hombres sevillanos: fueron
capaces de enaltecer como propios los
sueños ajenos aunque al final se los
robaran de las manos. La victoria tiene
muchos padres, dijo el clásico. La
derrota ninguno. Hombres que hicieron su
obra gracias y, paradójicamente, también
a pesar de sus propios promotores y
patronos financieros.
La Expo del 29, cuyo
símbolo es la obra maestra de González,
una Plaza de España que osó poner en
cuestión el arquetipo de la Giralda, lo
que levantó muchas suspicacias en su
época, no fue iniciativa inicial de este
arquitecto aunque evocar su nombre sea
ya casi lo mismo que recordar el
certamen iberoamericano. Fue Luis
Rodríguez Caso, un militar que, entre
otros negocios, tenía la Fábrica de
Vidrio de la Trinidad -cuyo edificio
fabril todavía se levanta en la avenida
Miraflores- el primero que lanzó la
propuesta. El proyecto cayó en manos de
la red social de costumbres clientelares
que, según narran los historiadores,
condicionaba la vida de Sevilla. Las
crónicas de la gestación del certamen
arrojan estampas asombrosamente
parecidas a la Sevilla de nuestros días.
Pero si la Exposición
del 29 dejó la herencia que dejó -una
nueva ciudad abierta al Sur, ensanchada,
con pretensiones monumentales hasta
entonces desconocidas, una
ciudad-escenario- fue gracias a que
Aníbal González resultó ser el autor de
su esqueleto urbano y diseminó en su
perímetro algunos de los edificios más
importantes con los que ahora cuenta la
capital hispalense para reconocerse y,
además, poder asomarse al exterior con
orgullo.
Cuando en 1911 ganó
el concurso de la Exposición que
después, en 1926, le fuera arrebatada de
las manos por José Cruz Conde, el
comisario regio nombrado por el dictador
Miguel Primo de Rivera, Aníbal González,
que emparentó pronto con otras familias
de arquitectos y era un hijo reconocido
de la entonces naciente burguesía
sevillana -una clase cuya riqueza y
cultura eran de origen agrario pero que
jugaba a convertirse en urbana-, fue una
solución segura frente a las influencias
modernistas que se sucedían en otras
muchas ciudades.
El debate entre
modernismo y regionalismo, estilo que al
final terminaría imponiéndose en el Sur,
era algo más que una mera controversia
artística. Simbolizaba el enfrentamiento
entre dos mundos opuestos. Como escribió
Alberto Villar Movellán, la dicotomía
entre ambas estéticas, en la Sevilla de
1907, era una "cuestión moral". El
modernismo, como precursor de las
posteriores vanguardias, cuestionaba los
cánones clásicos; para algunos -según el
relato de Movellán-, "incluso al
Papado". No es de extrañar que la ciudad
oficial de entonces prefiriera a un
arquitecto que, según sus exégetas,
había sabido adaptar la arquitectura al
clima, a los materiales y a la
decoración tradicional sevillana. Líneas
clásicas -tal era su formación-,
ladrillo rojo y azulejos de Triana. En
estos mimbres reposaba la base de un
estilo cuyas muestras se diseminan
todavía por la ciudad pese a la
destrucción de algunas obras insignes.
Se llama regionalismo.
El modernismo -con el
que Aníbal González coqueteó en los
primeros años de formación y cuya
herencia es la casa que construyó para
Laureano Montoto en el número 27 de la
calle Alfonso XII o la actual sede del
IFA, un viejo edificio fabril situado en
la calle Torneo-, el art nouveau y el
liberty, los estilos que hacían furor en
la Europa previa a la guerra, quedaron
como algo ajeno a la concepción de lo
sevillano, si es que este concepto
existe como algo extraño a la suma de
las distintas formas de vivir la ciudad.
Empezaba a construirse un canon estético
del que Sevilla todavía no ha logrado
desprenderse aunque en realidad nunca lo
asumiera del todo. Tal parece el sino de
la ciudad: resistirse al cambio.
La herencia de Aníbal
González no está sólo en sus edificios.
También en cuestiones aparentemente
anecdóticas que han transmutado en
tópico. Por ejemplo, cuando a partir de
1910 empezó a sacar a la calle la
decoración que hasta entonces permanecía
oculta en el interior de los jardines de
las casas señoriales. Naranjos y azahar
no eran un patrimonio popular, sino una
especie de egregio secreto. A partir de
entonces, se cree que Sevilla siempre ha
sido, desde su origen, la ciudad en la
que se huele la primavera, cuando -como
certifican las crónicas antiguas- la
urbe hispalense era precisamente
conocida en el exterior por la suciedad
y la basura que poblaba sus calles.
Con independencia de
este episodio, lo cierto es que la
producción arquitectónica de Aníbal
González se asocia a la clase social
para la que trabajó prácticamente a lo
largo de toda su vida -las fortunas de
origen rural con aspiraciones urbanas- y
que, al final de sus días, no hizo
demasiado por salvar de la situación de
pobreza en la que quedó su familia tras
la muerte del arquitecto. Hubo que hacer
incluso una colecta popular para comprar
una casa a la familia. El arquitecto que
construyó mansiones para los Sánchez
Dalp -calle Monsalves 10, hoy sede de la
Junta de Andalucía-, para los Luca de
Tena -la antigua sede del BBVA de la
Palmera; el panteón familiar del
cementerio de San Fernando-, joyas
diminutas como la Capilla del Carmen
-Puente de Triana-, instalaciones
fabriles -los edificios de la Catalana
de Gas del Porvenir-, escuelas -el grupo
escolar José María del Campo, en la
calle Pagés del Corro- e incluso casas
baratas -el inmueble social de la
Enramadilla que ha remodelado hace
apenas unos meses el Ayuntamiento-, el
urbanista que sentó las bases de lo que
algunos llaman la escenografía sevillana,
que reformó la sacrosanta Plaza de la
Maestranza, que construyó la sede
oficial de la organización de los
maestrantes, el hombre de quien dice la
leyenda que iba por Sevilla con un
guardaespaldas -sufrió incluso un
atentado en 1920- no pudo dejar a su
familia siquiera un hogar. Si a los 35
años se hizo con el encargo que lo
consagraría -la Plaza de España es el
símbolo de la ciudad concebida como gran
teatro, fórmula aplicada a otros muchos
edificios iberoamericanos (Pabellón
Real)-, contaba con el ilustre apoyo de
los próceres de la época, era
responsable del mantenimiento de joyas
arquitectónicas como el edificio de la
Audiencia, hoy sede de la Caja San
Fernando, diseñaba incluso las casetas
del Feria del Círculo Mercantil y
concebía escaparates comerciales como el
de la Familia Camino, en Francos, a los
53 murió apartado de su obra maestra y
con quimeras de papel en el cajón.
Una 'Sagrada
Familia' llamada La Milagrosa
Gaudí no llegó a
terminar el templo de la Sagrada
Familia. Aníbal González se quedó sin
ver alzada la enorme basílica que
proyectó en 1928, un año después de la
forzada ruptura con su obra mayor, en
los suelos del Colegio de Porta Coeli,
en la Buhaira. El proyecto, de corte
gótico, iba a tener torres de hasta 100
metros de altura -otro sacrilegio hacia
la norma no escrita que protege a la
Giralda frente a los arquitectos
advenedizos-, una plaza de 120 metros de
diámetro y naves de 45 metros de altura.
De aquel sueño sólo quedan hoy los
basamentos iniciales, visibles en la
Huerta del Rey.
Fotos: Francisco Santiago© |