Nacido en Córdoba en 1583 y fallecido en
Sevilla en 1627, muchas veces se ha
comentado en conferencias y escritos que
hoy posee la Real Academia de Bellas
Artes de Santa Isabel de Hungría, que
poco es lo que se sabe de la condición
humana de Juan de Mesa, de quien
desconocemos incluso hasta cual pudo ser
su aspecto físico.
Nada tiene de extraño este
desconocimiento, habida cuenta de que no
existe una bibliografía que hubiera
permitido glosarlo en este sentido. De
Juan de Mesa no ha quedado ni un
retrato, ni un escrito, ni una modesta
biografía. Para no quedar, ni siquiera
una cita bibliográfica que le nombrase
en cualquier libro, aún cuando no
hubiese sido por motivos artísticos.
Juan de Mesa constituye un auténtico
enigma dentro del arte andaluz, ya que
se trata de un escultor genial cuyo
nombre ha permanecido ignorado por
completo durante tres siglos. En
realidad, si no contáramos con la
presencia tangible de su partida de
bautismo, y de defunción, podía dudarse
de si Juan de Mesa fue en verdad un ser
humano o un fantasma.
Y
es que este imaginero no es otra cosa
que el fruto maravillo de los hallazgos
de una pleya selecta de investigadores,
entre los que hay que anotar con letras
áureas los nombres de José Hernández
Díaz, Celestino López Martínez, Antonio
Muro Orejón y Heliodoro Sancho
Corbacho.
Estos, en los comienzos del año 1927,
partiendo casi de cero, ya que no
contaban más que con las citas de
Bermejo Carballo y Rodríguez Jurado, a
quienes hay que considerar como los
padres adoptivos del escultor, se
propusieron averiguar con una paciencia
admirable y ejemplar la existencia real
de un escultor completamente desconocido
llamado Juan de Mesa.
Pero lo verdaderamente curioso y extraño
es el silencio que guardaron sus
contemporáneos acerca del escultor
cordobés. Juan de Mesa fue un artista
total que tuvo el raro privilegio de no
merecer por parte de los escritores de
su tiempo, ni un elogio ni una
repulsa. Por este motivo el escultor
cordobés ha sido un hombre condenado a
permanecer en el olvido. Nadie,
absolutamente nadie de la culta Sevilla
de aquello días se tomó la molestia ni
de enaltecerlo, ni de denigrarlo, no
ocupándose de él aun cuando hubiera sido
por otra causa distinta a la del arte.
Juan de Mesa no tuvo la suerte de otros
compañeros, como por ejemplo su maestro
Juan Martínez Montañés. De nuestro
artista nadie se ocupó de hablar, ni sus
discípulos, que los tuvo, ni sus amigos,
que pudo muy bien tenerlos, ni los
intelectuales de su época que,
forzosamente lo tuvieron que conocer.
Tampoco el pintor Pacheco, suegro de
Velázquez, lo pintó en su galería de
sevillanos ilustres, hecho inexplicable
puesto que, viviendo ambos en el mismo
barrio, Mesa en la calle Pasaderas de la
Europa y Pacheco al principio de la
Alameda, pudieron por razones de
vecindad, conocerse y tratarse.
Además, el pertenecer los dos a la
cofradía de Jesús Nazareno de San
Antonio Abad, de la que Mesa fue,
incluso, oficial de la junta de gobierno
era también otro motivo, aparte del
profesional, para que al pintor no le
resultase el escultor un don nadie.
Alonso Sánchez Gordillo, Rodrigo Caro y
Ortiz de Zúñiga tampoco lo mencionaron
en sus conocidas obras, pródigas en
noticias, hechos y personajes de la
Sevilla Barroca. Bien es verdad que el
analista escribió la suya muchos años
después de muerto Mesa, pero la
circunstancia de ser Don Diego feligrés
de San Martín, parroquia en la que
estaba sepultado el escultor, va a favor
de que pudo haber tenido conocimiento de
su existencia y de su obra. Más extraño
resulta el silencio tanto del Abad, como
del erudito, que por fuerza le
conocerían, ya que ambos fallecieron en
esa edad madura y sólo unos años después
que Mesa.
Tampoco le citará Don Diego Ignacio de
Góngora en su "historia del colegio de
Santo Tomas", obra en la que se habla de
muchos artistas del XVII y en la que,
incluso de pasada, quedó recogida la
noticia del pintoresco tratamiento
médico al que fue sometido su fundador,
Fray Diego de Deza, en su postrera
enfermedad. Finalmente, en las noticias
del seiscientos, publicadas por Morales
Padrón con el nombre de "Memorias de
Sevilla" y que para este autor tienen el
valor de un periódico actual, para nada
se habla de su existencia.
Indudablemente Juan de Mesa fue un
perfecto desconocida para los
publicistas de su tiempo...
El
año 1898, casi tañendo las campanas el
alba de Juan de Mesa, edita Serrano
Ortega su "Noticia histórica artística
de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder",
insertando en ella un estudio
biográfico-crítico sobre Martínez
Montañés. Tiene interesante este estudio
que en él se citan los nombres de sus
discípulos, encabezados por Alonso Cano,
pero sin que aparezca para nada el de
Juan de Mesa, omisión inconcebible en
esa fecha puesto que Bermejo, quince
años antes, le había atribuido nada
menos que la paternidad del Cristo de
Santa Isabel, tenido desde siempre como
obra mantañesina. ¿Por qué esta
omisión?
¿Es
que a Serrano le molestaba la idea de un
competidor de Montañés?. Al releer la
obra de Serrano, en la que eleva a
Montañés poco menos que a la categoría
de mito, podemos observar muy bien que
es expresiva de un curioso fenómeno
antropológico que ha llegado hasta
nuestros días y que prosigue vigente. Es
el de la admiración rayana en fanatismo
y la inmensa popularidad con que ha
gozado Montañés siempre en Sevilla,
ciudad en la que, para admitir que una
escultura fuera excepcional, necesitaba
haber sido esculpida por el maestro
alcalaino. Hubo muchos comentarios a
cerca del escándalo que se originó en
Sevilla, cuando Heliodoro Sancho
Corbacho demostró fehacientemente no era
obra de Montañés, la tallo un discípulo
suyo.
Nadie lo creía, el tema daba lugar a
conversaciones apasionadas e incluso los
periódicos publicaron artículos en los
que se discutía que aquello pudiera ser
cierto. Y es que resultaba inconcebible
que Jesús del Gran Poder, el Cristo de
Sevilla, fuese de otro autor que
Montañés. Para el sevillano sólo el dios
de la madera, podría haberlo esculpido y
es esta una reacción que retrata a
maravilla, mucho nuestro carácter cuando
nos empeñamos en endiosar a
alguien. Pero lo más curioso de todo
esto es que, cuando la realidad de la
existencia de Juan de mesa ya no se
duda, Montañés seguirá entusiasmando a
los sevillanos del mismo modo que si
aquel nunca hubiese vivido.
Así
Guichot, en el año 1925, en su "Cicerone
de Sevilla", se muestra un poco
escéptico respecto a Mesa. Se podrá
poner la objeción que esto sucede porque
el escultor de la calle de la Muela es
superior al de las Pasaderas de la
Europa, puede que lo sea, pero tampoco
conviene olvidar que Montañés ha sido
genial para el pueblo, no por la
construcción de esos maravillosos
retablos de los que fue singular
artífice, sino por ser el autor de unas
imágenes cofradieras que despiertan los
sentimientos más vivos y variados que
puedan pensarse y que han sido,
incluso, capaces de inspirar bellas
leyendas, la de la espina del Cristo del
Amor, sin ir más lejos.
Sin
embargo, Juan de Mesa (que fue quien
verdaderamente las concibió y esculpió)
no consigue para nada ese fervor del
pueblo, para quien continúa siendo, como
en sus días, un hombre incoloro, inodoro
e insípido. Por qué se adueño del
escultor cordobés un silencio tan
cruel?, ¿es que Juan de Mesa era un ser
violento e insoportable cuya muerte
muerte dejó indiferentes a quienes le
habían tratado? ¿Por qué nuestro
inconmensurable artista no tuvo ni
siquiera el consuelo de las alabanzas
posmortem.
Nada hay en la vida de mesa que llame la
atención ni por lo llamativo ni por lo
vergonzoso, aún cuando viva en el
ambiente refinado, intrigante, refinado
sensual y cosmopolita de la Sevilla del
XVII. Una Sevilla en la que se dieron
múltiples escándalos en esa época, como
anota Granero y de los que no se
libraron los artistas. Recuerden a ese
respecto los que dio Montañés, a pesar
de que Rodríguez Jurado quiera
presentarlos como originados por la
envidia que el maestro suscitaba, o la
famosa historia de los monederos falsos
que refiere Martínez Ripoll, relacionada
con aquel hombre colérico tan
insoportable de aguantar, que su hijo se
marchó de su lado, llamado Herrera el
Viejo.
Entonces, si Juan de Mesa no fue un
amoral, y menos un picapedrero, hay que
admitir por fuerza que debió ser un
hombre excepcional y envidiado en grado
extremo, un hombre molesto con el que
competir era una tarea muy difícil, un
hombre con el que, por su bondad, no se
podía luchar cara a cara en limpia lid y
por eso, el que lo condenaran a ser
ignorado, como único medio de vencerlo,
aplicándole la terapia más eficaz para
conseguir ese fin, el de los
espeluznantes silencios que se han dado
en Sevilla en cualquier época y contra
cualquier hombre incómodo que
descollaba.
Como habrán podido comprobar, ni Eloy
Domínguez Rodiño de las Reales Academias
de la Historia, ni Rafael Muñoz, quien
escribe, han resuelto el enigma de Juan
de Mesa. Se limitan con documentos en la
mano, a señalar posibles causas sin
haber logrado poner de relieve las que
en verdad lo motivaron, aún cuando es
seguro que debieron existir. Es este un
enigma que probablemente nunca se
resolverá, pero era de interés exponerlo
y comentarlo, como demostrativo de que
la existencia de nuestro héroe, tuvo que
transcurrir dentro de un medio ambiente
hostil y poco propicio para que hubiera
llevado una vida feliz y descansada.
Por
eso, el que resulte un hombre singular y
admirable en sus doce años de actividad
pública, ya que fueron más de dos
lustros vividos en ese desagradable
ambiente y, a pesar del cual, son unos
años de máxima potencia creadora,
transida por un ansia vehemente de ir a
más, luchando (quien sabe) contra una
enfermedad incurable pero sabiendo
mantener viva la esperanza, donde sólo
desesperanza podría existir. ¿Influyeron
estas circunstancias en ese mundo
doloroso que supo plasmar fielmente en
sus portentosos crucificados?
Nota: Tradicionalmente se viene
afirmando que en esta iglesia de San
Martín está enterrado Juan de Mesa, pero
es algo que está todavía por confirmar;
se dice que está en esta iglesia, ¿pero
dónde?, no se sabe. En la fachada de la
Iglesia hay una lápida que confirma esto
que decimos.
Biografía:
Muñoz, Rafael. Crítico de Arte. El
Enigma de Juan de Mesa |