Cuenta la leyenda que
Doña María Coronel, tras la muerte de su
esposo, Juan de la Cerda, se apartó de
la vida mundana para llorar su
desgracia. A pesar de su retiro, Pedro I
el Cruel, puso sus miras en ella,
intentando por todos los medios
conquistarla, poniendo en juego para tal
fin todas sus dotes de hombre y de rey.
Ante tal acoso y asedio Doña María
decidió retirarse al convento de Santa
Clara, pensando que allí no sería objeto
de las ansias amorosas del monarca. Pero
el rey, ciego de su ardor por ella mandó
a sus secuaces al convento, con la
finalidad de convencerla de que
atendiera los amores que le ofrecía el
rey. Finalmente y al no poder de ninguna
manera resistirse al asedio de Pedro I,
se arrojó aceite hirviendo en el rostro,
quedando horrorosamente desfigurada, lo
que terminó con el acoso del rey. Años
después fundó el convento de Santa Inés,
en el que murió a la edad de 73 años.
Actualmente su cuerpo se mantiene
incorrupto o momificado en una sepultura
del propio convento.
María Coronel , hija de don Alonso
Fernández Coronel y viuda de don Juan de
la Cerda, fundó este convento de
religiosas franciscanas clarisas, tras
obtener la pertinente licencia del
arzobispo de Sevilla, don Fernando de
Albornoz.
Su apartamiento de los asuntos mundanos
era ya algo antiguo y había surgido tras
el fallecimiento de su marido,
encarcelado y muerto por orden del rey
Pedro I de Castilla. Las innumerables
penalidades sufridas, junto con la
entereza de su carácter y las sólidas
virtudes que demostró ante ellas,
hicieron que su fama se propagase y que
su historia fuese adornada y enriquecida
por anécdotas y situaciones que
procuraban enaltecer aún más sus
cualidades. Años antes de fundar este
convento la ilustre dama había buscado
refugio en la ermita de San Blas,
existente en las inmediaciones de la
parroquia de Omnium Sanctorum.
Sin embargo no debió
parecerle retiro suficiente, pues poco
tiempo más tarde decidió ingresar y
profesar en el monasterio de Santa
Clara. En aquellos años, doña María
Coronel carecía ya de las riquezas y
posesiones familiares, incautadas por el
monarca ante las continuas negativas a
sus requerimientos amorosos. Pero ni
siquiera los muros conventuales fueron
un refugio seguro, pues los asedios del
rey continuaban. Para acabar
definitivamente con ellos, doña María
decidió desfigurar su rostro arrojándose
sobre el mismo aceite hirviendo. Ocurrió
este hecho en la cocina de Santa Clara,
en el que residía, pues al carecer de
medios suficientes no había podido
cumplir su deseo de fundar un nuevo
convento.
Fotos: Francisco Santiago© |