Cuando el siglo XXI
termine y el veintidós comience…
(cualquiera se arriesga: nadie en su
sano juicio sería capaz de arriesgarse a
tales adivinanzas, quién sabe cómo habrá
cambiado de colores el arco iris, al
paso actual de la ciencia y de la
técnica); pues cuando el siglo acabe, y
uno nuevo arranque, esta profecía
podemos dar por cierta: habrán
desaparecido las fronteras, habrán caído
derrumbados los muros que parten a
trocitos el territorio de nuestro
planeta.
Nuestro siglo XX ha
visto desapareces, pasito a paso, las
fronteras que dividen en parcelas,
frecuentemente antagónicas, la riqueza
espiritual de la humanidad. Incluso los
españoles, neutrales durante las dos
guerras mundiales y aislados a
consecuencia de la guerra civil, hemos
comprobado en nueve o diez lustros cómo
corrientes impetuosas merodeaban nuestra
atmósfera intelectual y nuestra
sensibilidad característica.
Entre los siglos XV y
XVI habíamos pateado el mundo. La paz de
Westfalia en el XVII y la pérdida de las
colonias en el XIX nos arrebataron el
horizonte universal; consolados y
satisfechos, con sólo mirarnos al
ombligo. Ahora, en pocos años, nos
alcanzó la espiral y estamos integrados:
de momento en Europa, pero los
comportamientos nos nivelan con los
cinco continentes.
Me gustaría preguntar
a los filósofos de la Historia si
conseguir esta uniformidad mundial de
ideas y conductas no era más difícil que
la próxima desaparición de fronteras
nacionales. Por supuesto, la nivelación
geográfica y la nivelación espiritual
ofrecen tantos aspectos positivos como
aspectos negativos. Aquí ahora sólo me
interesa comentar cuál ha sido, a mi
juicio, el instrumento que las ha
realizado.
Desde luego,
influyeron muchos elementos, con los
avances científicos en primer término y
la rapidez de las comunicaciones
geográficas: nunca la raza humana había
constituido antes una familia cuyos
miembros se conociesen entre sí; de cara
al chorro de años propios del siglo
veintiuno, seguro que desaparecen las
injusticias norte-sur para formar entre
todos los pueblos una verdadera familia.
Si no lo consiguen, a nuestros nietos y
biznietos el planeta les estallará en
las manos.
Pero el verdadero
instrumento que ha borrado las
diferencias espirituales y sentimentales
sobre la faz de la tierra ha sido, está
siendo, el huracán de los medios de
comunicación social: prensa, radio y
televisión. Este huracán ha hecho saltar
principios básicos y normas de conducta
considerados durante siglos como
definitorios para cada sector de vida
religiosa. La comunidad mundial católica
se ha visto desarbolada por la misma
serie de tornados que desbaratan las
iglesias protestantes, el oriente
ortodoxo, y en parte incluso la
tradición musulmana, la menos afectada
todavía.
Ideas, arte, moral,
educación, política, economía, todas las
facetas que definen un periodo histórico
dentro de las respectivas parcelas
geográficas, están ya hoy invadidas por
el relativismo: han perdido solidez y
firmeza.
A los países
mayoritariamente católicos, de modo
especial a nuestros pueblos y ciudades
andaluzas, la televisión los cubre con
su nube de mensajes habitualmente
frivolizantes. Así no es nada extraño
que la Iglesia se vea desconcertada
frente a los medios de comunicación
social. Desde el punto de vista
paciente, como objeto de información,
tiene que soportar manipulaciones y
descalificaciones, pequeñas y enormes,
alguna vez sustentadas por el hecho
concreto pero hábilmente manejadas con
descaro al servicio del escándalo.
El lote de noticias
religiosas transmitidas obtienen
resonancia magnífica cuando llevan
consigo interés y atractivo muy
especial, caso de Teresa de Calcuta o
servicios misioneros. Pero la mayoría de
nuestros temas apenas son acogidos por
los informantes en espacios marginales,
pues no provocan los índices de
audiencia ganados con esta tira de
espectáculos imbéciles como Gran
Hermano, El Bus, y lo que venga: quién
sabe si cualquier día meterán dentro al
llamado padre Apeles, con su clerygman,
claro.
Desde el punto de
vista agente, es decir desde
informaciones suministradas por nosotros
los católicos, incluida la acción de
nuestra Jerarquía, encontramos las vías
de difusión penosamente pobres, cuando
no inaccesibles.. Nos consuela la
presencia de actos litúrgicos
pontificios, o populares, como nuestras
cofradías. Hemos de tomar constancia con
claridad por muy dolorosa que resulte:
ni el lenguaje ni la plataforma de
medios actuales conecta con nuestra
eficacia evangelizadora ante la caída de
fronteras, físicas y espirituales,
ocurrida entre los siglos XIX y XXI.
Tienen mérito
impagable los esfuerzos de quienes
mantienen publicaciones escritas, o
radio o televisión, desde nuestra
comunidad creyente. Confirmamos que
pronto, alguien iluminado, acierte con
el estilo evangelizador para nuestra
época, frivolizada y relativista.
Bibliografía:
Javierre Ortas, José
María. Sacerdote y Periodista. (Boletín
de las Cofradías de Sevilla Nº 500) |