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Cuarto Centenario Del Sínodo Diocesano De 1604.-Carlos José Romero Mensaque

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Se conmemora este año el 400 aniversario del Sínodo Diocesano que, convocado por el Cardenal Arzobispo Fernando Niño de Guevara, establece formalmente una ordenación concreta de las estaciones de penitencia de las cofradías sevillanas, fijando sus horarios e itinerarios, aunque, respecto a las horas de salida de los templos, ya eran establecidas en disposiciones del provisor al menos desde los primeros años del último tercio del siglo XVI, concretamente bajo el pontificado de D. Cristóbal de Rojas.

Las Constituciones Sinodales de 1604 constituyen el colofón de todo un proceso que comenzó con bastante antelación. De hecho, conocemos documentalmente que, tras la finalización del Concilio de Trento (1563) hay un vivo interés por parte de Felipe II en la aplicación efectiva de sus cánones en la Iglesia española, urgiendo de los prelados la convocatoria de sendos concilios provinciales en las archidiócesis (se establecía en Trento que fuesen trianuales) y sínodos diocesanos (anuales) con objeto de crear una estructura eclesiástica acorde con la necesaria Reforma tanto “in capite” como “in membris” que tanto prelados y teólogos españoles, amparados por la Corona, habían preconizado desde la segunda mitad del siglo XV con figuras como Cisneros en Toledo y Hernando de Talavera en Granada.

Trento formalizaba este proceso y conformaba una Iglesia más preocupada por la acción pastoral y marcadamente nacional, es decir, integrada en los esquemas políticos de la monarquía, cuyos reyes ejercían un control efectivo sobre su jerarquía mediante el derecho de presentación y una preocupación viva por la pastoral del pueblo. Si por algo se singulariza el Barroco español es sobre todo por la simbiosis absoluta entre lo religioso y lo secular, hasta el punto de que no era posible delimitar los dos ámbitos y en determinados casos nadie tenía por extraño que interviniesen bien el Arzobispo o el Asistente en nombre del rey.

Las estaciones de penitencia y las cofradías de Pasión comienzan a documentarse de una manera formal en la primera mitad del siglo XVI en Sevilla. Ciertamente ya desde el siglo XIV hay evidencias de una religiosidad en torno a los Misterios de la Pasión de Cristo en la ciudad promovida por las órdenes mendicantes y unos centros concretos de devoción en torno a conventos y también humilladeros como el de la Cruz del Campo, donde hay constancia de celebraciones penitenciales durante la cuaresma consistentes en estaciones de disciplina, pláticas y sermones dirigidas ambas por frailes dominicos, franciscanos, mercedarios, carmelitas, trinitarios, agustinos... y después también por jesuitas.

Sin embargo el primitivo carácter informal y episódico de estas expresiones populares así como su vinculación casi exclusiva con el clero regular, hizo que no se registrara una preocupación seria por el ordinario diocesano hasta la segunda mitad del XVI, una vez terminado el Concilio de Trento y publicados con carácter obligatorio sus cánones. Por entonces el fenómeno se había generalizado y eran ya más de 30 las cofradías formalmente erigidas que realizaban sus estaciones de penitencia no ya a humilladeros o conventos, sino visitando los sagrarios de varias iglesias parroquiales, así como la Catedral. A estas 30 habría que añadir sin duda otras congregaciones formadas por vecinos y feligreses sin más autorización que su propio fervor o licencia del rector del templo.

Eran entonces las comitivas muy sencillas, pero llenas de una gran unción religiosa, donde lo más importante para aquellos cofrades era el propio ejercicio penitencial, es decir, la disciplina o flagelación pública como el caso de la Vera Cruz, Soledad, Angustias o Concepción de Regina o bien la penitencia con cruces portadas por los propios cofrades como la de Jesús Nazareno o la Exaltación. Los cofrades penitentes vestían sencillas túnicas de tela muy basta, sujeta por un cordón como el de los franciscanos y cubrían su rostro por un capuz para preservar el anonimato. Eran estaciones nocturnas, por ser la hora más a propósito para crear una atmósfera de piedad efectista.

Por esa razón, junto a los que se disciplinaban, todas las cofradías habían de contar con hermanos denominados de luz, que portaban antorchas o hachas de cera para alumbrar la comitiva y, sobre todo, a los flagelantes, amén de acompañar a las imágenes que presidían el cortejo. un Crucifijo portado en sus brazos por un eclesiástico y a veces también una Virgen vestida de dolor, sobre unas sencillas andas. Ya en los años finales del XVI se generaliza la nueva estética devocional de la imagen de Cristo, María y los misterios y, posteriormente, los pasos y con ella un nuevo concepto de la estación que ya en el siglo XVII y XVIII se consolida como procesión de acompañamiento a la imagen, desapareciendo paulatinamente la figura del cofrade de sangre o crucero y adquiriendo protagonismo absoluto el cofrade de luz o nazareno, como será conocido.

No es difícil imaginar que pronto se originaran problemas de ordenamiento de todas estas procesiones que desde el Domingo de Ramos al Viernes Santo transitaban las calles de Sevilla, a veces sin duda por los mismos itinerarios y realizando idénticas estaciones. Se hacía imprescindible una mínima formalización del fenómeno cofradiero mediante un control tanto de las procesiones como de las hermandades. Todo parece indicar que se comenzó con la regulación de cofradías con la presentación y aprobación de sus Reglas. La regulación de las estaciones de penitencia fue un proceso al parecer más complicado y, de hecho, aunque se documenta una preocupación de la jerarquía diocesana y hasta del rey por el desorden y los abusos existentes desde los años 60, no hay una ordenación explícita y formal a nivel diocesano hasta estas Constituciones de Niño de Guevara.

No obstante, hay que apresurarse a decir que, debido a las peculiaridades de constituir Sevilla una de las mitras mejor dotada económicamente y, por otro lado, ser sus prelados personas de una alta representatividad política, había una carencia de acción pastoral evidentísima, ante la cual los reyes poco podían hacer, a pesar de que fueron nombrados prelados de indudable carisma pastoral, a los que, sin embargo, faltaba continuidad tras su muerte. Entre ellos hay que destacar sin duda a Fray Diego de Deza, dominico, que en 1512 convocó el primero y único concilio provincial en la línea reformista de lo que luego se estipularía en Trento.

Tras un largo número de prelados no residentes, hay otra figura clave, D. Cristóbal de Rojas y Sandoval, comprometido activamente con la Reforma y que, tras haber asistido al concilio y aplicado sus cánones en Córdoba, creó las bases para una renovación integral de la Iglesia sevillana, reuniendo sínodos al menos en 1572 y 1575, cuyas constituciones sirvieron de modelo para las de sus sucesores, los cardenales D. Rodrigo de Castro y Niño de Guevara. En ellas no se mencionan propiamente a las cofradías de penitencia, pero nos consta que durante todo su pontificado, supusieron una grave inquietud, Mérito suyo fue sin duda la formalización canónica de las mismas, lo que nos ha permitido documentar las primeras corporaciones y también su primera integración efectiva en la Iglesia, asistiendo por orden de antigüedad a actos y procesiones. Elaboró así mismo un completo informe sobre las estaciones de penitencia, valorando los elementos que perturbaban el buen orden de las mismas: su excesivo número, la nocturnidad, la participación clandestina de mujeres y muy diversas conductas irreverentes entre los flagelantes.

D. Fernando Niño de Guevara asume esta problemática y, a pesar de que sus responsabilidades como cardenal y miembro del consejo de estado le retenían muchos años fuera de la diócesis, dejó establecidas en el sínodo de 1604 una serie de prioridades pastorales, entre las que estaban la ordenación de un clero residente, ilustrado y con la suficiente dotación económica para desarrollar una urgente labor pastoral.

Junto a otras cuestiones que ya había legislado D. Rodrigo de Castro respecto a las hermandades, Niño de Guevara formaliza un capítulo entero sobre la ordenación de las cofradías de flagelantes o penitenciales, donde, como ya he adelantado, los elementos más significativos son el control de horario e itinerarios, la prohibición de estaciones nocturnas, la prohibición de procesiones anteriores al Miércoles Santo y una recomendación muy seria al compromiso devoto de los penitentes, evitando antitestimonios y abusos como la indecencia de algunas túnicas, alquileres de flagelantes y diversas conductas impropias de esa auténtica catequesis pública, que era una cofradía en la calle.

Lo cierto es que estas Constituciones de 1604 suponen en la práctica el principio de lo que hoy denominamos la Carrera Oficial, aunque no se establezca todavía de manera formal la estación a la Catedral o Santa Ana. Pero lo más importante es que constituye el primer testimonio de la Semana Santa como celebración popular integrada en la Iglesia a través de las hermandades y cofradías, una Semana Santa plenamente moderna e inbuída del espíritu barroco y reformista de Trento.

Carlos José Romero Mensaque. Profesor de la UNED en Sevilla
"Artículo publicado en la revista "Jesús Despojado" de enero de 2004. Un mayor desarrollo de este tema aparecerá en el número extraordinario de Cuaresma del Boletín de las Cofradías de Sevilla"

Conocer Sevilla 2004 - Francisco Santiago©