En Sevilla no sólo
comprobamos cada Semana Santa el poder
de la imagen, sino que entre nosotros
habita la imagen del poder. Un hecho
vivido puede ilustrar, mejor que ningún
estudio erudito, el poder de la imagen
por antonomasia de la ciudad. Ocurrió
hace aproximadamente un año. Un hombre
que necesitaba contar algo me llamó por
teléfono. Era una mañana gris y sucia.
La voz que salía del auricular estaba
rota por el dolor. Un amigo, un buen
amigo, lo había dejado para siempre. La
muerte, siempre prematura, se había
anticipado en demasía. Intentaré
reproducir lo que esa voz me dijo para
desahogarse, para buscar esa compasión
que todos necesitamos.
“La última vez que lo vi fue en San
Lorenzo. Estaba ya consumido por el
cáncer, llevaba un sombrero que me
impidió reconocerlo. Se me acercó y me
habló con un hilo de voz. Me dijo que
los médicos ya lo habían desahuciado,
que no había nada que hacer. La única
esperanza que le quedaba estaba allí, al
otro lado de la puerta de la basílica.
En sus manos encomendó su espíritu, ya
que el cuerpo lo había abandonado. Él no
nació en Sevilla, pero quería despedirse
de la ciudad que lo hizo suyo en San
Lorenzo, mirando cara a cara al único
que podía hacer algo por su vida”. La
voz se le rompió varias veces contra el
burladero de la muerte del amigo. En
aquella ocasión comprendí, una vez más,
que el poder de la imagen en Sevilla es
la imagen del verdadero poder.
Aquel buen hombre, sin haber nacido en
Sevilla, sabía perfectamente cuál es la
puerta que nos introduce y nos aleja de
la ciudad. Antes de morir necesitaba ver
la imagen del único poder que nos libera
de la oscuridad total, de la tiniebla
eterna que acecha al otro lado de los
relojes, cuando el tiempo se detiene.
En Italia, entre los siglos XIV y XVII,
o sea entre el final de la Edad Media y
el esplendor del Barroco, los condenados
a muerte eran reconfortados en el último
momento por unos encapuchados que les
mostraban una imagen pintada en un
pequeño cuadro. El soporte no era un
lienzo, sino una tabla. De ahí su nombre
en italiano: tavoletta. O sea, tablita o
tablilla. Estremece ver la fotografía,
simplemente la fotografía, de un hermano
de la archicofradía de san Giovanni
Decollado, con sede en Roma, portando
una tavoletta en una mano, y un farol en
la otra. Mientras el reo moría, el
cofrade le mostraba una imagen del
martirio que sufrió el Cristo. Así lo
reconfortaba. O le quitaba la mala
conciencia a la sociedad de su época.
Pero en todo caso se demostraba el poder
de la imagen, que era capaz de consolar
al afligido en el peor trance que un ser
humano pueda imaginar. Algunos
ajusticiados sufrían un arrebato místico
ante la visión de la última imagen que
se llevarían de esta vida. Pietro Pagolo
Boscoli fue condenado a morir el 22 de
febrero de 1512 por participar en una
conspiración contra los Medici. Un
testigo presencial cuenta así lo
sucedido: “Y mientras ascendía por la
escalera no apartaba los ojos de la
tavoletta, y con la voz más amorosa
dijo: Señor, tú eres mi amor; te entrego
mi corazón, heme aquí, Señor; vengo de
buena voluntad… Y esto dijo con tal
ternura que todos los que lo oyeron
lloraban…”
Valga este ejemplo para demostrar el
poder que los seres humanos le han
atribuido a la imagen en todos los
tiempos y en todas las culturas. Un
poder que le viene porque reúne en un
solo objeto el conocimiento y la
emoción, la inteligencia y el
sentimiento. Aclaremos: la imagen no es
simplemente un objeto. El objeto es el
significante, como diría Saussure. El
significado es tan alto, que se nos
escapa. Y ahí, soldando el significante
y el significado, el gran signo, el
símbolo por antonomasia: la imagen.
En nuestra época, heredera del
racionalismo del siglo XVIII y del
positivismo del XIX, se tiende a separar
las dos esferas de lo humano: el
pensamiento y la emoción. Si sentimos,
no podemos pensar. Y viceversa. Sin
embargo, ante la imagen se borran las
diferencias entre uno y otro campo de la
actividad humana. En “Los lenguajes del
arte”, Nelson Goodman lo deja
meridianamente claro:
“La mayoría de los problemas que han
estado fastidiándonos pueden achacarse a
la opresiva dicotomía entre lo
cognoscitivo y lo emotivo. En un lado
suponemos la sensación, la percepción,
la inferencia, la conjetura, toda la
inspección e investigación enervadas, el
hecho y la verdad; en el otro, el
placer, el dolor, el interés, la
satisfacción, el desengaño, todas las
respuestas impensadas, la simpatía y el
desprecio. Esto nos impide en bastante
buena medida que en la experiencia
estética las emociones funciones
cognoscitivamente. La obra de arte se
capta tanto con los sentimientos como
con los sentidos”.
¿Con qué vemos cada uno de nosotros la
imagen de Jesús o de María? ¿Con los
ojos que recorren sus rasgos y se
recrean con la belleza que le dieron los
imagineros del XVII? ¿O vemos al Cristo
y a su desconsolada Madre con el
corazón? ¿Arte o sentimiento? He aquí
uno de los secretos a voces que nos
ofrecen las imágenes. No son frías obras
de arte que permanecen en el habitáculo
neutro de un museo. Son… algo más. Son
Alguien. Con esa mayúscula que el
escritor uruguayo Juan Carlos Onetti
utilizaba para nombrar a ese Dios cuya
presencia intuía más allá de los límites
tradicionales de la fe. Son Alguien. Por
eso nos emocionan más allá de la
estética, que indudablemente poseen en
muchos casos. Sigamos con Goodman para
borrar de una vez la frontera artificial
que separa el conocimiento de la
emoción.
“El conocimiento que el arte nos brinda
lo sentimos en nuestros huesos, nervios
y músculos tanto como lo captamos con
nuestras mentes; el organismo entero,
con toda su sensibilidad y capacidad de
respuesta, participa en la
interpretación de los símbolos”.
Cuando Goodman dice que sentimos el arte
con nuestros huesos, nuestros nervios y
nuestros músculos parece que está
describiendo lo que nos ocurre cuando
una imagen sale a nuestro paso en una
noche fría de marzo. Cuando el
crucificado, revestido de la sacra
desnudez, nos deja el cuerpo cortado.
Antes de continuar, un breve inciso: la
sacra desnudez es un principio artístico
que le confiere al Cristo el poder del
ser. Pilato es alguien por la toga.
Herodes, por el trono. Lo mismo podemos
decir de Anás o de Caifás. Pero Jesús es
Él sin necesidad de más aditamento. Tal
vez esté ahí la razón profunda del gusto
por la túnica lisa. Ya lo dijo el Divino
Galileo: Yo soy el que soy. Quevedo nos
describió al resto de los humanos,
sometidos a la dictadura del tiempo, con
un verso que nos hunde en nuestra
limitación: soy un fue, y un será, y un
es cansado. El Cristo, no. El Cristo es
el que es. Por eso nos repite, desde la
sacra desnudez de la cruz, la frase
capital de su entrega: Éste es mi
cuerpo.
Hemos quedado en que la imagen nos llega
a la emoción y al conocimiento. Desde
los albores de la semana Santa, la
imagen cumple una función didáctica. Es
la catequesis en la calle. Las imágenes
explicaban a aquellas gentes,
analfabetas pero no incultas, la Pasión
y la Muerte del Señor. Estamos hablando
de una cultura de masas, como era la
cultura barroca. Esto lo explica muy
bien el profesor José Antonio Maravall
en La cultura del Barroco, un libro
imprescindible para comprender esa
época. Cultura de masas, pero Cultura
con mayúscula. Al pueblo no se le daba
lo peor de cada taller, sino lo mejor.
Como hoy, pero justamente al revés. En
lugar de la escultura basura, el arte
refinado y exquisito de Montañés y de
Mesa, de Roldán y de Gijón. Si nos
paramos a pensar por un momento, nos
entra el vértigo del tiempo y nos inunda
una emoción difícil de ser explicada.
Cuando vemos una imagen del siglo XVII,
nos hermanamos con los que nos
precedieron. Acostumbrados a la
fotografía y al cine, a la televisión y
al holograma, a las mil y una imágenes
producidas por mil y un procedimientos,
seguimos buscando en la calle lo mismo
que miraban nuestros antepasados. Nos
religamos con la historia a través de
las imágenes, que tienen el poder de
atravesar el túnel del tiempo.
Junta al valor didáctico, que va
dirigido al plano del conocimiento, la
imagen nos proporciona un medio
valiosísimo para asimilar los momentos
más amargos de la vida. Esto no es nada
nuevo. Fijémonos en este breve párrafo.
Que cada cual se imagine una imagen que
responda a esta reflexión, a ver si
averiguamos de cuál se trata: “Quien
esté amargamente atribulado en su alma,
tras haber vaciado a lo largo de su vida
la copa de muchas desgracias y penas, y
sin que pueda ganar siquiera el dulce
sueño, incluso un hombre así, creo, ante
esa imagen olvidaría todos los terrores
y calamidades que nos sobrevienen a los
humanos”. No es una imagen del Miércoles
Santo, como se le habrá venido a la
cabeza a más de uno. Ni de la Semana
Santa. Ni siquiera del cristianismo.
Porque esto lo escribió Dión Crisóstomo
en el siglo I sobre la estatua de Zeus
atribuida a Fidias.
Desde entonces hasta hoy ha llovido
mucho. Y en algunos casos, como el del
año pasado, cuando no tenía que llover.
Si el principal enemigo de la Semana
Santa es el mal tiempo, el principal
obstáculo que han tenido que vencer las
imágenes para llegar hasta hoy ha sido
el aniconismo, esto es, la negación del
icono como símbolo de la divinidad. Por
eso nos vamos a fijar ahora en esta
tendencia. Como diría el refrán, algo
tendrá la imagen cuando la maldicen.
Porque son precisamente sus detractores
los que nos demuestran el poder de las
imágenes. Si no fueran nada más que
simples objetos, no se preocuparían por
destruirlas.
Este aniconismo se ha impuesto en
determinadas religiones, o en
determinados momentos de la historia del
cristianismo. Iconoclastas los ha habido
siempre, y los seguirá habiendo. Incluso
en el campo laico del poder político.
Poder simbolizado por las imágenes, ya
sean de la momia de Lenin o del
derrocado Sadam Hussein. Cuando vimos
que un grupo de iraquíes derribaba una
imagen de Sadam mientras la televisión
retransmitía esa imagen a todo el mundo,
supimos que el régimen había caído.
El aniconismo siempre ha gozado, y sigue
gozando, de muy buena prensa. Para sus
defensores, la imagen es una prueba de
la limitación de las mentes inferiores.
Los que no son capaces de pensar a Dios
necesitan echar mano de un trozo de
madera tallado y pintado a mano. O a
máquina, como hacen en Olot. Por eso hay
quien se empeña en demostrar que nuestra
propia cultura comenzó, al menos, siendo
aniconista. Así se salva, en el origen,
al cristianismo: las impurezas vendrían
después, y serían un signo de la
debilidad humana.
Como bien señala Freedberg en El poder
de las imágenes, hay un desafortunado
obstáculo en esta manera de proceder. En
lugar de presentar pruebas del
aniconismo, las restricciones en la
elaboración de imágenes dan prueba
exactamente de lo contrario, es decir,
de la propensión a producir imágenes e
iconos y a representar al dios en forma
humana. Para habérselas con la
divinidad, el hombre debe representarla,
y la única figura apropiada que conoce
es la del hombre mismo, o una imagen
glorificada de él: entronizado, ungido y
coronado.
Así es, en cualquier caso, en la cultura
griega y en la judeocristiana, en las
que el hombre es el ser más elevado y la
imagen de Dios. Pero al mismo tiempo,
aceptar la similitud del hombre con la
divinidad es llenarse de aprensión y
miedo. Mejor sería postular la
inexistencia de las imágenes, al menos
en los comienzos. De ahí los informes
según los cuales no hubo imágenes de
Dios en los 170 primeros años de Roma, y
la tradición de que durante un siglo los
seguidores de Buda se abstuvieron de
representarlo. Con todo, incluso en
tales casos lo más probable es que se
trate de invenciones historiográficas,
surgidas de la necesidad de revestir una
determinada cultura con una
espiritualidad superior. Ni la etiología
ni la historia de las imágenes quedan
reflejadas adecuadamente por el mito del
aniconismo.
Cuando hablamos de negación del valor de
las imágenes no debemos pensar solamente
en Lutero. Los protestantes no fueron
nada originales en este asunto. Mucho
antes de que naciera Jesús, los
filósofos griegos ya se mostraban
partidarios de prescindir de la imagen
si queremos pasar por seres
inteligentes. Antístenes el Cínico
negaba la posibilidad de representar al
ser divino con una imagen natural,
mientras que Zenón el Estoico insistía
en que todo aquello hecho con una
sustancia terrena o elaborado por la
mano del hombre era simplemente indigno
de los dioses.
Junto al recelo de Platón sobre la
materialidad y sus ataques a ésta, tales
ideas abarcan casi la totalidad del
pensamiento sobre el tema; ideas que
fueron expresadas infinitamente y de
diversas maneras antes de que las
retomaran los apologistas cristianos.
Para Minucio Félix, apologista cristiano
que nació en el siglo II de nuestra
era,, la característica distintiva de la
religión de los cristianos (frente a la
de los romanos) era que no representaba
a la deidad de forma alguna. Así quedó
confirmada la superioridad del
cristianismo en una época en que toda la
tradición de la superioridad del
intelecto sobre los sentidos alcanzaba
su apogeo con los neoplatónicos. Sin
embargo, las evidencias pictóricas que
han sobrevivido hasta nosotros –desde
las pinturas de las catacumbas hasta los
sellos- contradicen exactamente las
afirmaciones de los apologistas.
Escritores como Tertuliano y Clemente de
Alejandría demuestran, con su
incomodidad y disgusto ante el hecho
establecido, que los cristianos hacían
imágenes –incluso de su Dios- ni más ni
menos que como todo el mundo.
Los iconoclastas bizantinos y los
escritores protestantes de la Reforma
comparten, incluso con los escritores
más ortodoxos, así como con los
filósofos paganos, el miedo a
materializar de forma ruin lo divino y
contaminar la prerrogativa divina con
los esfuerzos de la mano humana. Son
este temor y este prejuzgar lo sensible
contra lo espiritual lo que está en la
raíz del recurrente argumento de los
iconoclastas. Vinculada a la denigración
de los sentidos que subyace en tales
argumentos hay una ecuación ética y
moral entre pureza y virtud por un lado,
y ausencia de imágenes (y no sólo de
imágenes de los dioses), por el otro.
Varias culturas comparten la creencia,
expresada más o menos articuladamente,
de que cuanto más avanzada es una
religión desde el punto de vista
espiritual, menos necesidad tiene de
objetos materiales que sirvan como
vehículo a la divinidad. Las personas
deben poder entablar una adecuada
relación con la divinidad sin ayuda de
objetos mediadores.
Una de las razones por las que los
musulmanes y algunos protestantes
rechazan la elaboración de imágenes es
tan simple como simplona: el artesano o
escultor se arroga poderes creadores que
sólo Dios posee. El día de la
resurrección final, el hacedor de
imágenes será desafiado a insuflar vida
a sus creaciones y recibirá tormento
hasta que lo logre. Es un atrevido que
osa emular a la divinidad y tiene que
sufrir las consecuencias de un intento
tan vano en última instancia. De ese
destino no hay escapatoria. Y eso que
todavía no existía Munarco…
Después del Concilio de Trento la
bendición comienza con este tono de
renuncia: “Dios Todopoderoso y Eterno
que no repruebas que se pinten o
esculpan imágenes y efigies de tus
santos…” Por sí sola, esta frase con su
tono extraordinariamente apologético y
negativo, constituye un testimonio del
poder de las imágenes.
Ahora bien, ¿de dónde le viene a la
imagen ese poder que tanto temen los
aniconistas y los iconoclastas?
Freedberg: ¿Es divina la imagen porque
parezca provenir del cielo, por su
aspecto venerable y en consecuencia
similar al de un dios, o por el hecho de
llamarla con el nombre de un dios?
El apologista Minucio Félix aludía con
sarcasmo al hecho de que un pedazo de
madera, de piedra o de plata pudiera
parecer un dios: “Entonces –pregunta-,
¿en qué momento empieza a existir el
dios? La imagen se moldea, se talla o se
esculpe: aún no es un dios. Luego se
unen sus partes, se erige; todavía no es
un dios. Se adorna, se consagra, se le
elevan plegarias y entonces, por fin, es
un dios, una vez que el hombre así lo ha
querido”.
¡Eureka! Este Minucio Félix ha dado en
la clave. Su ironía lo ha llevado hasta
la solución del problema sin saber que
allí estaba escondido el misterio. La
imagen tiene poder porque el hombre lo
ha querido. Así de fácil. Dios crea al
hombre a su imagen y semejanza, y el
hombre devuelve la imagen en el espejo
de su creación. ¿Cómo podemos separar
los conceptos de espejo y de imagen?
¿Cómo no nos habíamos dado cuenta antes?
Si el Cristo elige la forma humana, ¿por
qué no podemos representarlo así? Él lo
ha querido, así que podemos estar
tranquilos. Si nos pide cuentas cuando
entreguemos la cuchara, respondamos con
el humor que tiene, curiosamente, como
sinónimo la palabra gracia. Maestro, si
tú te encarnaste, no puedes echarnos en
cara que te amemos a través de tus
imágenes. En realidad, a quienes piensan
que Dios puede verse ofendido porque
alguien dirija su mirada amorosa a la
imagen que lleva en su corazón, a ésos
hay que perdonarlos, porque no saben lo
que dicen.
El poder estético de nuestras imágenes
se fundamenta en el realismo. No en la
realidad, que es otra cosa, sino en la
convención del realismo. En el siglo XV
hubo un escultor extremadamente famoso
en Italia: Guido Mazzoni, que se basaba
en la aceptación de moldes vaciados de
personas vivas y muertas como materia
prima para el arte. El éxito de Mazzoni
fue introducir el efecto de la semejanza
absoluta en el reino de la ilusión de la
vida. Este tipo de escultura rápidamente
vio menguado su estatus canónico en
Italia a lo largo del siglo XVI, cuando
abundaron las discusiones sobre el tema
del estatus y el rango de las obras de
arte. Sin embargo, hacia la misma época
vemos en España el vigoroso crecimiento
de un género similar. La escultura
española policromada nos proporciona
ejemplos constantes de la continuidad
que se percibía entre viveza y la
cualidad de parecer real.
Martínez Montañés recibió el encargo del
arcediano de Carmona, Mateo Vázquez de
Leca, para un crucificado cuyo destino
sería el monasterio de Santa María de
las Cuevas: “Un Cristo vivo, antes de
morir, con la cabeza inclinada a la
derecha, la vista hacia abajo como si
mirase a alguien rezando al pie del
crucifijo, como si el propio Cristo le
hablase, reprochándole que aquello por
lo que Él está sufriendo es la persona
que reza; por consiguiente, con la
mirada y el rostro deberán tener una
expresión bastante severa y los ojos
estar completamente abiertos”.
Aún no hemos llegado al punto que para
mí es el fundamento emocional de la
imagen. Los que amamos el arte como una
creación sublime del ser humano, los que
viajamos a Florencia, a Roma, a Siena, a
los museos Vaticanos, al Louvre, al
Británico, al barroco tan sevillano que
se exhibe en Praga, los que nos hemos
enamorado de Venecia o de la Toscana…
¿por qué no encontramos la misma emoción
que nos asalta en una esquina de la
ciudad cuando el tiempo se ha cumplido?
En esos museos, o en las iglesias y las
catedrales de las ciudades tocadas por
la gracia del arte, hay cuadros y
esculturas que representan de forma
prodigiosa la Pasión. Pero no nos
estremecen. Les falta algo. Y de ese
algo sois vosotros los depositarios y
los responsables. Les falta el amor que
inspiran las imágenes, un amor que sale
de la madera, un amor que sólo se
percibe con los ojos del alma, con la
emoción que recorre esa pátina que
generaciones y generaciones de gente
sencillas y nobles han ido depositando
sobre ellas, como una segunda piel.
Marguerite Yourcenar, en su célebre y
atinado ensayo El tiempo, gran escultor,
señala que las ruinas gozan de ese
tiempo que ha pasado sobre ellas, y que
las han humanizado con su erosión.
En el caso de nuestros Cristos y
nuestras Vírgenes, el tiempo es el gran
imaginero, el que le ha ido añadiendo
esa encarnadura que las hace tan
próximas, tan reales, tan verdaderas.
Vosotros, los que estáis con ellas a
diario, sois los portadores de ese amor.
Muchas estatuas de los dioses
grecorromanos desaparecieron porque hubo
un tiempo en que nadie creía en ellas.
Hoy admiramos las que quedan, pero no
las amamos. Como no amamos la Piedad de
Miguel Angel, sino la que habita en la
calle Adriano. Su valor artístico es
menor. Pero su carga sentimental es
infinitamente mayor. El Cristo de
Velázquez, con ser perfecto, no nos pone
en contacto con la infancia, con lo que
fuimos, con la gente que vuelve al
barrio cada Miércoles Santo, con los que
se fueron al otro lado del puente que
separa la vida de la memoria. Vosotros
sois los depositarios de la memoria de
la ciudad, que vive en sus imágenes y
que se hace universal a través del Hijo
del Hombre, que cambió en una semana el
curso de la historia de la humanidad.
Para terminar, echemos mano del maestro.
Joaquín Romero Murube escribe una página
de oro para señalarnos el propósito de
su libro Dios en la ciudad. El capítulo
se llama precisamente así: Propósito. Y
en él se reivindica la imagen literaria
como única forma de acercamiento a
nuestra Semana Santa a través de la
palabra. Siempre la imagen, ya sea de
madera, ya sea de palabra. Nos hemos
dejado en el tintero casi todo. Pero ya
lo dice don Joaquín: sólo podemos
quedarnos en los fragmentos, ya que la
totalidad se nos escapa.
“A la Semana Santa de Sevilla,
literariamente, sólo se la puede tratar
con un criterio poemático, es decir,
valiéndose de los materiales químicos de
la literatura: la figura, la imagen
literaria con sus recursos de
sugerencias infinitas nos podrá traducir
en emoción, en llanto, en gloria, la
emoción y el llanto de nuestra fiesta de
Dios. Y si uno no está dotado de esos
valores geniales de la capacidad
literaria –la altura lírica y la gracia
de estilo- hay que reducir modestamente
el objetivo de nuestro deseo y afrontar
este tema, cuando por amor de hijo de
Sevilla sentimos la atracción
irresistible de él, tratándolo sólo en
sus partes más sencillas,
esquemáticamente, en fragmentos.”
Ése ha sido nuestro propósito. Que nadie
nos pida que abarquemos con la palabra
el poder de la imagen. Porque eso es,
sencillamente, algo imposible.
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