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La Imagen del Poder.- Francisco Robles

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En Sevilla no sólo comprobamos cada Semana Santa el poder de la imagen, sino que entre nosotros habita la imagen del poder. Un hecho vivido puede ilustrar, mejor que ningún estudio erudito, el poder de la imagen por antonomasia de la ciudad. Ocurrió hace aproximadamente un año. Un hombre que necesitaba contar algo me llamó por teléfono. Era una mañana gris y sucia. La voz que salía del auricular estaba rota por el dolor. Un amigo, un buen amigo, lo había dejado para siempre. La muerte, siempre prematura, se había anticipado en demasía. Intentaré reproducir lo que esa voz me dijo para desahogarse, para buscar esa compasión que todos necesitamos.

“La última vez que lo vi fue en San Lorenzo. Estaba ya consumido por el cáncer, llevaba un sombrero que me impidió reconocerlo. Se me acercó y me habló con un hilo de voz. Me dijo que los médicos ya lo habían desahuciado, que no había nada que hacer. La única esperanza que le quedaba estaba allí, al otro lado de la puerta de la basílica. En sus manos encomendó su espíritu, ya que el cuerpo lo había abandonado. Él no nació en Sevilla, pero quería despedirse de la ciudad que lo hizo suyo en San Lorenzo, mirando cara a cara al único que podía hacer algo por su vida”. La voz se le rompió varias veces contra el burladero de la muerte del amigo. En aquella ocasión comprendí, una vez más, que el poder de la imagen en Sevilla es la imagen del verdadero poder.

Aquel buen hombre, sin haber nacido en Sevilla, sabía perfectamente cuál es la puerta que nos introduce y nos aleja de la ciudad. Antes de morir necesitaba ver la imagen del único poder que nos libera de la oscuridad total, de la tiniebla eterna que acecha al otro lado de los relojes, cuando el tiempo se detiene.

En Italia, entre los siglos XIV y XVII, o sea entre el final de la Edad Media y el esplendor del Barroco, los condenados a muerte eran reconfortados en el último momento por unos encapuchados que les mostraban una imagen pintada en un pequeño cuadro. El soporte no era un lienzo, sino una tabla. De ahí su nombre en italiano: tavoletta. O sea, tablita o tablilla. Estremece ver la fotografía, simplemente la fotografía, de un hermano de la archicofradía de san Giovanni Decollado, con sede en Roma, portando una tavoletta en una mano, y un farol en la otra. Mientras el reo moría, el cofrade le mostraba una imagen del martirio que sufrió el Cristo. Así lo reconfortaba. O le quitaba la mala conciencia a la sociedad de su época.

Pero en todo caso se demostraba el poder de la imagen, que era capaz de consolar al afligido en el peor trance que un ser humano pueda imaginar. Algunos ajusticiados sufrían un arrebato místico ante la visión de la última imagen que se llevarían de esta vida. Pietro Pagolo Boscoli fue condenado a morir el 22 de febrero de 1512 por participar en una conspiración contra los Medici. Un testigo presencial cuenta así lo sucedido: “Y mientras ascendía por la escalera no apartaba los ojos de la tavoletta, y con la voz más amorosa dijo: Señor, tú eres mi amor; te entrego mi corazón, heme aquí, Señor; vengo de buena voluntad… Y esto dijo con tal ternura que todos los que lo oyeron lloraban…”

Valga este ejemplo para demostrar el poder que los seres humanos le han atribuido a la imagen en todos los tiempos y en todas las culturas. Un poder que le viene porque reúne en un solo objeto el conocimiento y la emoción, la inteligencia y el sentimiento. Aclaremos: la imagen no es simplemente un objeto. El objeto es el significante, como diría Saussure. El significado es tan alto, que se nos escapa. Y ahí, soldando el significante y el significado, el gran signo, el símbolo por antonomasia: la imagen.

En nuestra época, heredera del racionalismo del siglo XVIII y del positivismo del XIX, se tiende a separar las dos esferas de lo humano: el pensamiento y la emoción. Si sentimos, no podemos pensar. Y viceversa. Sin embargo, ante la imagen se borran las diferencias entre uno y otro campo de la actividad humana. En “Los lenguajes del arte”, Nelson Goodman lo deja meridianamente claro:

“La mayoría de los problemas que han estado fastidiándonos pueden achacarse a la opresiva dicotomía entre lo cognoscitivo y lo emotivo. En un lado suponemos la sensación, la percepción, la inferencia, la conjetura, toda la inspección e investigación enervadas, el hecho y la verdad; en el otro, el placer, el dolor, el interés, la satisfacción, el desengaño, todas las respuestas impensadas, la simpatía y el desprecio. Esto nos impide en bastante buena medida que en la experiencia estética las emociones funciones cognoscitivamente. La obra de arte se capta tanto con los sentimientos como con los sentidos”.

¿Con qué vemos cada uno de nosotros la imagen de Jesús o de María? ¿Con los ojos que recorren sus rasgos y se recrean con la belleza que le dieron los imagineros del XVII? ¿O vemos al Cristo y a su desconsolada Madre con el corazón? ¿Arte o sentimiento? He aquí uno de los secretos a voces que nos ofrecen las imágenes. No son frías obras de arte que permanecen en el habitáculo neutro de un museo. Son… algo más. Son Alguien. Con esa mayúscula que el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti utilizaba para nombrar a ese Dios cuya presencia intuía más allá de los límites tradicionales de la fe. Son Alguien. Por eso nos emocionan más allá de la estética, que indudablemente poseen en muchos casos. Sigamos con Goodman para borrar de una vez la frontera artificial que separa el conocimiento de la emoción.

“El conocimiento que el arte nos brinda lo sentimos en nuestros huesos, nervios y músculos tanto como lo captamos con nuestras mentes; el organismo entero, con toda su sensibilidad y capacidad de respuesta, participa en la interpretación de los símbolos”.

Cuando Goodman dice que sentimos el arte con nuestros huesos, nuestros nervios y nuestros músculos parece que está describiendo lo que nos ocurre cuando una imagen sale a nuestro paso en una noche fría de marzo. Cuando el crucificado, revestido de la sacra desnudez, nos deja el cuerpo cortado. Antes de continuar, un breve inciso: la sacra desnudez es un principio artístico que le confiere al Cristo el poder del ser. Pilato es alguien por la toga. Herodes, por el trono. Lo mismo podemos decir de Anás o de Caifás. Pero Jesús es Él sin necesidad de más aditamento. Tal vez esté ahí la razón profunda del gusto por la túnica lisa. Ya lo dijo el Divino Galileo: Yo soy el que soy. Quevedo nos describió al resto de los humanos, sometidos a la dictadura del tiempo, con un verso que nos hunde en nuestra limitación: soy un fue, y un será, y un es cansado. El Cristo, no. El Cristo es el que es. Por eso nos repite, desde la sacra desnudez de la cruz, la frase capital de su entrega: Éste es mi cuerpo.

Hemos quedado en que la imagen nos llega a la emoción y al conocimiento. Desde los albores de la semana Santa, la imagen cumple una función didáctica. Es la catequesis en la calle. Las imágenes explicaban a aquellas gentes, analfabetas pero no incultas, la Pasión y la Muerte del Señor. Estamos hablando de una cultura de masas, como era la cultura barroca. Esto lo explica muy bien el profesor José Antonio Maravall en La cultura del Barroco, un libro imprescindible para comprender esa época. Cultura de masas, pero Cultura con mayúscula. Al pueblo no se le daba lo peor de cada taller, sino lo mejor. Como hoy, pero justamente al revés. En lugar de la escultura basura, el arte refinado y exquisito de Montañés y de Mesa, de Roldán y de Gijón. Si nos paramos a pensar por un momento, nos entra el vértigo del tiempo y nos inunda una emoción difícil de ser explicada. Cuando vemos una imagen del siglo XVII, nos hermanamos con los que nos precedieron. Acostumbrados a la fotografía y al cine, a la televisión y al holograma, a las mil y una imágenes producidas por mil y un procedimientos, seguimos buscando en la calle lo mismo que miraban nuestros antepasados. Nos religamos con la historia a través de las imágenes, que tienen el poder de atravesar el túnel del tiempo.

Junta al valor didáctico, que va dirigido al plano del conocimiento, la imagen nos proporciona un medio valiosísimo para asimilar los momentos más amargos de la vida. Esto no es nada nuevo. Fijémonos en este breve párrafo. Que cada cual se imagine una imagen que responda a esta reflexión, a ver si averiguamos de cuál se trata: “Quien esté amargamente atribulado en su alma, tras haber vaciado a lo largo de su vida la copa de muchas desgracias y penas, y sin que pueda ganar siquiera el dulce sueño, incluso un hombre así, creo, ante esa imagen olvidaría todos los terrores y calamidades que nos sobrevienen a los humanos”. No es una imagen del Miércoles Santo, como se le habrá venido a la cabeza a más de uno. Ni de la Semana Santa. Ni siquiera del cristianismo. Porque esto lo escribió Dión Crisóstomo en el siglo I sobre la estatua de Zeus atribuida a Fidias.

Desde entonces hasta hoy ha llovido mucho. Y en algunos casos, como el del año pasado, cuando no tenía que llover. Si el principal enemigo de la Semana Santa es el mal tiempo, el principal obstáculo que han tenido que vencer las imágenes para llegar hasta hoy ha sido el aniconismo, esto es, la negación del icono como símbolo de la divinidad. Por eso nos vamos a fijar ahora en esta tendencia. Como diría el refrán, algo tendrá la imagen cuando la maldicen. Porque son precisamente sus detractores los que nos demuestran el poder de las imágenes. Si no fueran nada más que simples objetos, no se preocuparían por destruirlas.

Este aniconismo se ha impuesto en determinadas religiones, o en determinados momentos de la historia del cristianismo. Iconoclastas los ha habido siempre, y los seguirá habiendo. Incluso en el campo laico del poder político. Poder simbolizado por las imágenes, ya sean de la momia de Lenin o del derrocado Sadam Hussein. Cuando vimos que un grupo de iraquíes derribaba una imagen de Sadam mientras la televisión retransmitía esa imagen a todo el mundo, supimos que el régimen había caído.

El aniconismo siempre ha gozado, y sigue gozando, de muy buena prensa. Para sus defensores, la imagen es una prueba de la limitación de las mentes inferiores. Los que no son capaces de pensar a Dios necesitan echar mano de un trozo de madera tallado y pintado a mano. O a máquina, como hacen en Olot. Por eso hay quien se empeña en demostrar que nuestra propia cultura comenzó, al menos, siendo aniconista. Así se salva, en el origen, al cristianismo: las impurezas vendrían después, y serían un signo de la debilidad humana.

Como bien señala Freedberg en El poder de las imágenes, hay un desafortunado obstáculo en esta manera de proceder. En lugar de presentar pruebas del aniconismo, las restricciones en la elaboración de imágenes dan prueba exactamente de lo contrario, es decir, de la propensión a producir imágenes e iconos y a representar al dios en forma humana. Para habérselas con la divinidad, el hombre debe representarla, y la única figura apropiada que conoce es la del hombre mismo, o una imagen glorificada de él: entronizado, ungido y coronado.

Así es, en cualquier caso, en la cultura griega y en la judeocristiana, en las que el hombre es el ser más elevado y la imagen de Dios. Pero al mismo tiempo, aceptar la similitud del hombre con la divinidad es llenarse de aprensión y miedo. Mejor sería postular la inexistencia de las imágenes, al menos en los comienzos. De ahí los informes según los cuales no hubo imágenes de Dios en los 170 primeros años de Roma, y la tradición de que durante un siglo los seguidores de Buda se abstuvieron de representarlo. Con todo, incluso en tales casos lo más probable es que se trate de invenciones historiográficas, surgidas de la necesidad de revestir una determinada cultura con una espiritualidad superior. Ni la etiología ni la historia de las imágenes quedan reflejadas adecuadamente por el mito del aniconismo.

Cuando hablamos de negación del valor de las imágenes no debemos pensar solamente en Lutero. Los protestantes no fueron nada originales en este asunto. Mucho antes de que naciera Jesús, los filósofos griegos ya se mostraban partidarios de prescindir de la imagen si queremos pasar por seres inteligentes. Antístenes el Cínico negaba la posibilidad de representar al ser divino con una imagen natural, mientras que Zenón el Estoico insistía en que todo aquello hecho con una sustancia terrena o elaborado por la mano del hombre era simplemente indigno de los dioses.

Junto al recelo de Platón sobre la materialidad y sus ataques a ésta, tales ideas abarcan casi la totalidad del pensamiento sobre el tema; ideas que fueron expresadas infinitamente y de diversas maneras antes de que las retomaran los apologistas cristianos. Para Minucio Félix, apologista cristiano que nació en el siglo II de nuestra era,, la característica distintiva de la religión de los cristianos (frente a la de los romanos) era que no representaba a la deidad de forma alguna. Así quedó confirmada la superioridad del cristianismo en una época en que toda la tradición de la superioridad del intelecto sobre los sentidos alcanzaba su apogeo con los neoplatónicos. Sin embargo, las evidencias pictóricas que han sobrevivido hasta nosotros –desde las pinturas de las catacumbas hasta los sellos- contradicen exactamente las afirmaciones de los apologistas. Escritores como Tertuliano y Clemente de Alejandría demuestran, con su incomodidad y disgusto ante el hecho establecido, que los cristianos hacían imágenes –incluso de su Dios- ni más ni menos que como todo el mundo.

Los iconoclastas bizantinos y los escritores protestantes de la Reforma comparten, incluso con los escritores más ortodoxos, así como con los filósofos paganos, el miedo a materializar de forma ruin lo divino y contaminar la prerrogativa divina con los esfuerzos de la mano humana. Son este temor y este prejuzgar lo sensible contra lo espiritual lo que está en la raíz del recurrente argumento de los iconoclastas. Vinculada a la denigración de los sentidos que subyace en tales argumentos hay una ecuación ética y moral entre pureza y virtud por un lado, y ausencia de imágenes (y no sólo de imágenes de los dioses), por el otro.

Varias culturas comparten la creencia, expresada más o menos articuladamente, de que cuanto más avanzada es una religión desde el punto de vista espiritual, menos necesidad tiene de objetos materiales que sirvan como vehículo a la divinidad. Las personas deben poder entablar una adecuada relación con la divinidad sin ayuda de objetos mediadores.

Una de las razones por las que los musulmanes y algunos protestantes rechazan la elaboración de imágenes es tan simple como simplona: el artesano o escultor se arroga poderes creadores que sólo Dios posee. El día de la resurrección final, el hacedor de imágenes será desafiado a insuflar vida a sus creaciones y recibirá tormento hasta que lo logre. Es un atrevido que osa emular a la divinidad y tiene que sufrir las consecuencias de un intento tan vano en última instancia. De ese destino no hay escapatoria. Y eso que todavía no existía Munarco…

Después del Concilio de Trento la bendición comienza con este tono de renuncia: “Dios Todopoderoso y Eterno que no repruebas que se pinten o esculpan imágenes y efigies de tus santos…” Por sí sola, esta frase con su tono extraordinariamente apologético y negativo, constituye un testimonio del poder de las imágenes.

Ahora bien, ¿de dónde le viene a la imagen ese poder que tanto temen los aniconistas y los iconoclastas? Freedberg: ¿Es divina la imagen porque parezca provenir del cielo, por su aspecto venerable y en consecuencia similar al de un dios, o por el hecho de llamarla con el nombre de un dios?

El apologista Minucio Félix aludía con sarcasmo al hecho de que un pedazo de madera, de piedra o de plata pudiera parecer un dios: “Entonces –pregunta-, ¿en qué momento empieza a existir el dios? La imagen se moldea, se talla o se esculpe: aún no es un dios. Luego se unen sus partes, se erige; todavía no es un dios. Se adorna, se consagra, se le elevan plegarias y entonces, por fin, es un dios, una vez que el hombre así lo ha querido”.

¡Eureka! Este Minucio Félix ha dado en la clave. Su ironía lo ha llevado hasta la solución del problema sin saber que allí estaba escondido el misterio. La imagen tiene poder porque el hombre lo ha querido. Así de fácil. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, y el hombre devuelve la imagen en el espejo de su creación. ¿Cómo podemos separar los conceptos de espejo y de imagen? ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta antes? Si el Cristo elige la forma humana, ¿por qué no podemos representarlo así? Él lo ha querido, así que podemos estar tranquilos. Si nos pide cuentas cuando entreguemos la cuchara, respondamos con el humor que tiene, curiosamente, como sinónimo la palabra gracia. Maestro, si tú te encarnaste, no puedes echarnos en cara que te amemos a través de tus imágenes. En realidad, a quienes piensan que Dios puede verse ofendido porque alguien dirija su mirada amorosa a la imagen que lleva en su corazón, a ésos hay que perdonarlos, porque no saben lo que dicen.

El poder estético de nuestras imágenes se fundamenta en el realismo. No en la realidad, que es otra cosa, sino en la convención del realismo. En el siglo XV hubo un escultor extremadamente famoso en Italia: Guido Mazzoni, que se basaba en la aceptación de moldes vaciados de personas vivas y muertas como materia prima para el arte. El éxito de Mazzoni fue introducir el efecto de la semejanza absoluta en el reino de la ilusión de la vida. Este tipo de escultura rápidamente vio menguado su estatus canónico en Italia a lo largo del siglo XVI, cuando abundaron las discusiones sobre el tema del estatus y el rango de las obras de arte. Sin embargo, hacia la misma época vemos en España el vigoroso crecimiento de un género similar. La escultura española policromada nos proporciona ejemplos constantes de la continuidad que se percibía entre viveza y la cualidad de parecer real.

Martínez Montañés recibió el encargo del arcediano de Carmona, Mateo Vázquez de Leca, para un crucificado cuyo destino sería el monasterio de Santa María de las Cuevas: “Un Cristo vivo, antes de morir, con la cabeza inclinada a la derecha, la vista hacia abajo como si mirase a alguien rezando al pie del crucifijo, como si el propio Cristo le hablase, reprochándole que aquello por lo que Él está sufriendo es la persona que reza; por consiguiente, con la mirada y el rostro deberán tener una expresión bastante severa y los ojos estar completamente abiertos”.

Aún no hemos llegado al punto que para mí es el fundamento emocional de la imagen. Los que amamos el arte como una creación sublime del ser humano, los que viajamos a Florencia, a Roma, a Siena, a los museos Vaticanos, al Louvre, al Británico, al barroco tan sevillano que se exhibe en Praga, los que nos hemos enamorado de Venecia o de la Toscana… ¿por qué no encontramos la misma emoción que nos asalta en una esquina de la ciudad cuando el tiempo se ha cumplido?

En esos museos, o en las iglesias y las catedrales de las ciudades tocadas por la gracia del arte, hay cuadros y esculturas que representan de forma prodigiosa la Pasión. Pero no nos estremecen. Les falta algo. Y de ese algo sois vosotros los depositarios y los responsables. Les falta el amor que inspiran las imágenes, un amor que sale de la madera, un amor que sólo se percibe con los ojos del alma, con la emoción que recorre esa pátina que generaciones y generaciones de gente sencillas y nobles han ido depositando sobre ellas, como una segunda piel. Marguerite Yourcenar, en su célebre y atinado ensayo El tiempo, gran escultor, señala que las ruinas gozan de ese tiempo que ha pasado sobre ellas, y que las han humanizado con su erosión.

En el caso de nuestros Cristos y nuestras Vírgenes, el tiempo es el gran imaginero, el que le ha ido añadiendo esa encarnadura que las hace tan próximas, tan reales, tan verdaderas. Vosotros, los que estáis con ellas a diario, sois los portadores de ese amor. Muchas estatuas de los dioses grecorromanos desaparecieron porque hubo un tiempo en que nadie creía en ellas. Hoy admiramos las que quedan, pero no las amamos. Como no amamos la Piedad de Miguel Angel, sino la que habita en la calle Adriano. Su valor artístico es menor. Pero su carga sentimental es infinitamente mayor. El Cristo de Velázquez, con ser perfecto, no nos pone en contacto con la infancia, con lo que fuimos, con la gente que vuelve al barrio cada Miércoles Santo, con los que se fueron al otro lado del puente que separa la vida de la memoria. Vosotros sois los depositarios de la memoria de la ciudad, que vive en sus imágenes y que se hace universal a través del Hijo del Hombre, que cambió en una semana el curso de la historia de la humanidad.

Para terminar, echemos mano del maestro. Joaquín Romero Murube escribe una página de oro para señalarnos el propósito de su libro Dios en la ciudad. El capítulo se llama precisamente así: Propósito. Y en él se reivindica la imagen literaria como única forma de acercamiento a nuestra Semana Santa a través de la palabra. Siempre la imagen, ya sea de madera, ya sea de palabra. Nos hemos dejado en el tintero casi todo. Pero ya lo dice don Joaquín: sólo podemos quedarnos en los fragmentos, ya que la totalidad se nos escapa.

“A la Semana Santa de Sevilla, literariamente, sólo se la puede tratar con un criterio poemático, es decir, valiéndose de los materiales químicos de la literatura: la figura, la imagen literaria con sus recursos de sugerencias infinitas nos podrá traducir en emoción, en llanto, en gloria, la emoción y el llanto de nuestra fiesta de Dios. Y si uno no está dotado de esos valores geniales de la capacidad literaria –la altura lírica y la gracia de estilo- hay que reducir modestamente el objetivo de nuestro deseo y afrontar este tema, cuando por amor de hijo de Sevilla sentimos la atracción irresistible de él, tratándolo sólo en sus partes más sencillas, esquemáticamente, en fragmentos.”

Ése ha sido nuestro propósito. Que nadie nos pida que abarquemos con la palabra el poder de la imagen. Porque eso es, sencillamente, algo imposible. Ir al Poder de la Imagen.

Ponencia: El Poder de la Imagen. Autor: Francisco Robles
Acto: Convivencia de Hermandades del Miércoles Santo (10 febrero 2004). Parroquia de San Pedro
Fotos: Francisco Santiago© (exceptuando las figuras de Guido Mazzoni)

Conocer Sevilla 2004 - Francisco Santiago©