Para escribir sobre
este Broadway Danny Rose del periodismo
sevillano que fue Agustín Hepburn haría
falta un Woody Allen que supiera
dulcificar la crueldad con la ternura
hasta dar con el sabor agridulce de la
vida. O un Fellini que se inclinara
sobre él sonriendo para al final,
vencido por la emoción, acabar llorando.
La trágica desmesura del gesto último de
Agustín Hepburn entra en tan dramática
contradicción con su cotidiano estar
entre nosotros que ha dejado a la ciudad
estupefacta y triste, apenada y
violenta. Y, por qué no decirlo, con una
sensación de remordimiento.
Mientras lo mirábamos con cierta
condescendencia o con esa tan sevillana
-y tantas veces cruel e hiriente-
rechifla que utilizamos aquí los unos
contra los otros y todos contra los más
indefensos, Agustín Hepburn iba
arrastrando un fardo de infortunios que
en un fatal instante no tuvo fuerzas
para seguir llevando. Mientras lo
veíamos decir sus pequeños pregones
susurrados a los pies de los altares,
entrevistar a cofrades o poner voz a las
imágenes de crónica del corazón, nos lo
encontrábamos en las hermandades o nos
lo cruzábamos ya tarde por la calle, él
siempre con esa camarita que llevaba con
el mismo gesto con que los modestos
gacetilleros antiguos llevaban su
cuadernillo y su pluma estilográfica,
Agustín Hepburn luchaba contra
situaciones familiares y laborales de
una gravedad y urgencia que su
permanente sonrisa no dejaba adivinar
más que a los pocos que sabían de la
pena que le oprimía y de la necesidad
que le acosaba. Ese peso invisible para
los demás, pero tan agobiantemente real
para él, le debió caer todo de golpe en
un instante, aplastándolo.
Trabajó en los niveles más modestos de
la comunicación -allí donde toda
explotación tiene su asiento-
manteniendo, aun en la precariedad de
sus recursos, esa dignidad de los
toreros a los que el no haber podido
llegar a ser figuras, ni tan siquiera
peones de cuadrilla de fuste, no les ha
hecho perder la vergüenza torera ni
incurrir en la charlotada. Como el tío
Jacinto de la película de Vajda, aun en
la pobre plaza televisiva de carros en
la que le tocó lidiar procuraba mantener
la digna pose del torero que alguna vez
soñó ser. Nunca hizo periodismo bufo ni
cayó en las vulgaridades que tantos
hacen o se ven obligados a hacer para
sobrevivir en la selva televisiva. Tenía
más dignidad, en su modestia, que muchos
figurones bien pagados. Y servía, con
indefensa sinceridad, a lo que amaba. Le
hubiera gustado ver cuánto se le
apreciaba. Pero ni él ni nosotros lo
sospechábamos. Lo aprendimos al sentir
tanta pena por su trágica muerte. Pero
las lecciones de la muerte son un saber
inútil porque llega siempre demasiado
tarde. Descanse en paz Agustín Hepburn,
en manos más compasivas que las
nuestras.
Publicado en Diario
de Sevilla el 5 de junio.
Fotos: Francisco Santiago© |